Ana no es una de
esas famosas que vemos en las pantallas, luciendo sus vestidos de fiesta de Chanel
en las alfombras rojas.
No.
Ana es una mujer
como tú y como yo.
Una mujer que se
levanta cada día con mil cosas en la cabeza: facturas por pagar, jefes con los
que lidiar, y niños que alimentar.
Ana cumplió 42
años el mes pasado.
Un día, al poco
de haber celebrado su cumpleaños, sentada frente al ordenador, notó algo
distinto en su rostro, en el reflejo de la pantalla.
Se levantó y fue
al baño para comprobar en el espejo lo que acababa de ver.
Ahí estaba:
amenazador, malintencionado, profundo.
Un surco se había
formado entre sus cejas.
¡Qué horror!
Volvió a comprobar.
No tenía pérdida.
Pasaron los días,
y esa zanja maldita no mejoraba ni con cremas antiarrugas ni con tratamientos
cosméticos.
Era como si un
pequeño genio maligno pasase la noche ahondándola aún más.
El maquillaje no
servía de nada, solo hacía que acentuar el maldito surco.
Se cortó el
flequillo. Nada.
Ana se obsesionó
con erradicar y ocultar al villano.
Sus amigos y
familiares le preguntaban si se encontraba bien, que parecía estar cansada.
Y lo estaba.
Estaba cansada de esa miserable “mega-arruga” que dominaba su rostro, y le
hacía parecer como si estuviese
frunciendo el ceño permanentemente.
Lo peor de todo
es que ella sabía que podía hacer algo al respecto, algo a lo que siempre se
había resistido:
Los tratamientos antiarrugas con botox
Porque parece que
en cuanto nos ponemos a hablar de este tema, no hay término medio.
O eres del bando
de las que están de acuerdo en sacar provecho a los tratamientos cosméticos que
están a nuestro alcance, o eres de las que consideran que es un crimen
envejecer con ayuda.
O amas al botox o
lo odias.
Pero lo cierto es
que, nos guste admitirlo o no, tantas otras mujeres como Ana, se miran en el
espejo, y se preguntan, ¿por qué no?
Finalmente, Ana
habló con una amiga que utilizaba botox desde hacía años, y se mantenía
estupenda.
“Ni te lo pienses”, le dijo. “No tienes por qué decírselo a nadie. Ni
siquiera a tu marido, si no quieres. Pero
puedes estar segura de que vas a verte y sentirte mucho más joven y más feliz.”
Pero Ana se sentía
avergonzada de sentirse tentada.
Tendría que
aprender a llevar mejor el paso del tiempo, ¿no?
“Pensar en el Botox es de ser narcisista”, se repetía a sí misma. “¿No tengo nada más importante de qué
preocuparme a mis 42 años?”
“Sin embargo, lo cierto es que cada vez más y más
personas reales, como yo, se atreven con el botox para atenuar las arrugas.”
“Además, ¿qué diferencia hay entre el botox y
teñirse las canas?”
Y una buena
mañana, una mañana como cualquier otra, Ana cedió.
Le dijo una
mentira piadosa a su marido, abrió la puerta y se fue “al dentista”.
“Lo que tú buscas, Ana, es una atenuación
discreta y sutil”, le comentó el Dr. “Tú
no necesitas una transformación milagrosa que te haga parecer diez años más
joven”.
Ana exhaló.
¡Qué alivio!
Eso era justo lo
que necesitaba: una cantidad mínima de Toxina Botulínica tipo A, para debilitar
los músculos responsables de las líneas de expresión faciales.
Ella temía que el
tratamiento fuera molesto, pero ni siquiera percibió la microinyección en la
frente.
No quedaron
marcas, ni inflamación, ni moratones.
Ana volvió a casa
como si nada hubiera sucedido.
Su marido la
saludó y le dio un beso.
Todo normal.
Ahora era
cuestión de esperar a que el tratamiento hiciese efecto, en unos días.
Era demasiado
tarde para los remordimientos.
Tras un par de
días, Ana comenzó a sentir algo distinto alrededor de las cejas. Le costaba
fruncir el ceño, incluso cuando se lo proponía.
Pero, por fin, el
dichoso surco en la frente que tanto le había fastidiado, empezó a
desaparecer.
Y en unos días
más, se había desvanecido por completo.
Fue una sensación
edificante.
Podía volver a
mirarse en el espejo.
Pero, ¿se habría
dado cuenta alguien más?
Habían pasado
diez días desde el tratamiento, durante el cual, Ana se mantuvo deliberadamente
alejada de sus amigas.
Hoy, había
quedado con ellas para comer.
¿Cuál sería su
reacción?
“¡Pero qué bien que estás, Ana! ¿Has perdido peso?”
Parece que notaron
algún cambio, pero no sabían exactamente de qué se trataba.
Finalmente,
después de un par de copas de vino, Ana confesó.
Una de sus amigas
se horrorizó.
Dos de ellas, se
quedaron intrigadísimas.
Ana siguió con el
día a día.
Muchos eran los
que le decían que la veían muy bien, pero nadie se le acercó y le preguntó directamente
si se había puesto botox.
Nadie.
Solo cuando Ana
optaba por confesar, los otros comentaban que sí, que al saberlo era clara la
diferencia.
“Creía que había gato encerrado”, admitió su amiga Gloria, “pero no sabía exactamente qué era”.
¿Y su marido?
Él seguía sin
saber nada.
Era un encanto y
siempre insistía en que Ana era perfecta, que la quería como era, que no le
hacía falta ningún tratamiento.
Finalmente,
después de dos semanas, Ana le preguntó si había notado algo diferente en ella
últimamente.
Él dibujó aquella
expresión de haber sido “pillado” que tienen los hombres cuando no han notado
que su pareja llega a casa con un nuevo peinado o ha cambiado el color de su
pelo.
“En realidad, sí que he
notado que pareces más feliz”, comentó.
¡Claro!, pensó Ana, ¡cómo que ya no tengo la
“mega-arruga”!
Y, por fin, la
confesión.
"¿Botox? Hmmm…
pues desde luego sí que te veo más joven, más despreocupada."
Así, sin más.
Sin comentarios
negativos, ni reproches.
"Si te hace feliz…"
De eso se trata, pensó Ana, de ser feliz.
Y los demás, que digan lo que quieran.
¿Y a ti?
¿Te tienta la idea del botox?
¿Tienes dudas sobre el tratamiento?